Entramos al restaurante, yo andaba un paso detrás suyo siguiendo las ordenes que me había dado unos pocos minutos antes. Al entrar, el camarero nos encontró una mesa apartada, como ella había sugerido y tras retirarle el enorme abrigo negro de piel y dejarla con un hermoso vestido de cuero, le apartó la silla para que se sentará. Yo seguía de pie mientras el camarero extrañado nos ofrecía la carta. Ella cogió una de las cartas y le dijo al camarero, que esperaba a que yo le cogiera la otra, que podía irse. Contrariado, nos dejó solos mientras yo todavía permanecía en pie. Probablemente la gente de otras mesas me miraba pero no puedo asegurarlo pues yo mantenía la mirada en el suelo sobre sus pies fundados en unas largas botas negras.
Por fin, me dió permiso para sentarme con una tajante orden.
Ella se encargó de pedir la comida para los dos y esperó a que la trajeran explicándome qué era lo que bajo ningún concepto debía hacer.
Nunca mirarle a los ojos. Nunca tomar la iniciativa, siempre debía esperar a que ella me diera permiso. Nunca dejar de dirigirme a ella como señora. Nunca hacer más de dos preguntas. Nunca tocarla si ella no me lo pedía. Nunca hablar con nadie si ella no me daba permiso previamente.
Entre prohibiciones pasó rápida la espera y pronto llegaron nuestros platos. Ella comenzó a comer lentamente mientras yo esperaba que me diera permiso.
Mi plato se enfriaba y la boca se me hacia agua oliéndolo y viendo como ella disfrutaba con cada bocado. Tras algunos minutos, me ofreció un trozo de su filete alargando el tenedor con la autoritaria orden de que lo probara.
Se deshizo en mi boca y llenó mi cuerpo de ansia esperando que ahora por fin me diera permiso para comer del mío, pero no lo hizo. Siguió comiendo de su plato mientras me decía que hoy en día no valorábamos lo que era poder comer un buen filete, el suyo estaba esplendido decía, y probablemente el mío también lo estuviera, aventuraba. Tenia la convicción que en cualquier momento me daría la orden de que comiera, quizá cuando terminara su plato, quizá el amo debe comer antes que el esclavo pensé.
Pero no fue así, al terminarlo, llamó al camarero y le dio permiso para retirar los dos platos. El camarero mirando el mío pregunto si no iba a tocarlo, quizá no me había gustado preguntó. Pero ella estuvo tajante. Le ha encantado, no se preocupe, dijo entre sonrisas.
Hizo lo mismo con el postré y para cuando pidió dos cafés hirviendo yo prácticamente ya no sentía mi estomago adormecido del hambre.
Entonces, con voz suave y autoritaria, me exigió que bebiera el café, de un solo trago.
Al coger la taza supe lo que me iba a costar beberme aquel café que quemaba mis manos, pero lo acerque a mis labios con decisión. Ella no me miraba, buscaba en su pequeño bolso un puro que saco y encendió lentamente dando grandes bocanadas.
Estaba convencida de que yo lo haría y para cuando comenzó a saborear el puro la taza se encontraba vacía. Había quemado mis entrañas pero me sentía satisfecho, contento, orgulloso.
Ella sonrió sin decir una sola palabra mientras degustó el puro y dio tiempo a que el café se enfriara.
Cuando salimos de allí, sin mirarme, sabiéndo que la seguía un paso atrás oí que decía, bien, lo has hecho bien.