Con ansia de descubridor devoro los folios escritos con trazo emocionado. Sus palabras mecen mis sentidos, sus deseos desgarran mi piel y si no vibrase sobre el papel la luz de la lámpara que me cobija de la oscuridad del salón, pensaría que estoy dentro suyo, en sus entrañas, recorriendo cada uno de los pliegues que esconde.
Habla de aquel día de enormes nubes grises llenas de lágrimas. De la primera vez que vio sus brillantes ojos azules y su tez blanca como la nieve mirando desde la pequeña ventana del puesto de cobro mientras ella colgaba la manguera en el surtidor de gasolina.
Recuerda la sonrisa que penetró en su pecho cuando detuvo el coche frente a la caseta para disponerse a pagar y como bajo la mirada muerta de vergüenza. Recuerda las miradas furtivas de deseo incomprendido mientras le cobraba. Y recuerda el segundo y el tercer día de miradas y sonrisas. Y nunca olvidará la palabra guapa salir de los rosados labios de la princesa de color de nieve.
Pero sigue sin explicarse de donde sacó fuerzas para invitarla a cenar. Y sigue sin explicarse porque fue aquella calurosa noche de junio al restaurante donde habían quedado tras pensarlo una y mil veces.
Sus palabras tiemblan en el papel cuando recuerda como escondía la mirada vergonzosa mientras se sentaban. Pero también recuerdan perderse en sus ojos, en silencio, como quien mira al tranquilo mar en un atardecer primaveral. Ojos azules decorando una piel que de tan blanca parece imposible.
Las risas y las palabras son las flores de un jardín repleto de fuentes que emanan de los silencios. Silencios de miradas penetrantes. Silencios rosados como sus mejillas o los labios de ella.
Silencios que coronaron la noche cuando se despedían en el portal de madera de su vieja casa. Silencios que se rompieron como cristales cuando aquella princesa de ojos marinos beso sus ardientes labios y el mar fue tempestad que la arrollo hasta la cama de aquel viejo caserón, y el silencio torno a gemidos que lo inundaban todo, y la blanca nieve de su piel se derritió entre sus manos temblorosas e inexpertas.
Habla de aquel día de enormes nubes grises llenas de lágrimas. De la primera vez que vio sus brillantes ojos azules y su tez blanca como la nieve mirando desde la pequeña ventana del puesto de cobro mientras ella colgaba la manguera en el surtidor de gasolina.
Recuerda la sonrisa que penetró en su pecho cuando detuvo el coche frente a la caseta para disponerse a pagar y como bajo la mirada muerta de vergüenza. Recuerda las miradas furtivas de deseo incomprendido mientras le cobraba. Y recuerda el segundo y el tercer día de miradas y sonrisas. Y nunca olvidará la palabra guapa salir de los rosados labios de la princesa de color de nieve.
Pero sigue sin explicarse de donde sacó fuerzas para invitarla a cenar. Y sigue sin explicarse porque fue aquella calurosa noche de junio al restaurante donde habían quedado tras pensarlo una y mil veces.
Sus palabras tiemblan en el papel cuando recuerda como escondía la mirada vergonzosa mientras se sentaban. Pero también recuerdan perderse en sus ojos, en silencio, como quien mira al tranquilo mar en un atardecer primaveral. Ojos azules decorando una piel que de tan blanca parece imposible.
Las risas y las palabras son las flores de un jardín repleto de fuentes que emanan de los silencios. Silencios de miradas penetrantes. Silencios rosados como sus mejillas o los labios de ella.
Silencios que coronaron la noche cuando se despedían en el portal de madera de su vieja casa. Silencios que se rompieron como cristales cuando aquella princesa de ojos marinos beso sus ardientes labios y el mar fue tempestad que la arrollo hasta la cama de aquel viejo caserón, y el silencio torno a gemidos que lo inundaban todo, y la blanca nieve de su piel se derritió entre sus manos temblorosas e inexpertas.
Y ahora yo leía envuelto en una manta de soledad y lleno de las lágrimas de aquellas nubes grises la razón de su partida.