Ando calle abajo envuelto entre destrozadas fincas de grandes ventanales que destilan entre la piedra amarilla corroída por el tiempo y las puertas de madera un aire de dignidad. Mis pasos retumban en el antiguo empedrado mientras escudriño con la mirada a todas las personas que me cruzo.
Acercándose a mi, anda renqueante un enjuto abuelo de pelo amarillo más que blanco, viste una sudada camisa azul y un pantalón tres tallas mayor de lo que la moda dictaminaría. Cuando nos cruzamos sonríe mostrándome que los pocos dientes que le quedan tienen un desagradable color amarillo.
Devuelvo la sonrisa y sigo caminando hasta alcanzar de espaldas a un hombre joven, con cuello de toro y escaso pelo, muestra sus músculos tan solo cubiertos por una camiseta de tirantes negra.
Doblo la esquina para encontrarme en una plaza presidida por dos altas palmeras y llena de coches que no han visto la señal de prohibido aparcar. Entre los coches, tumbados, un hombre de largo y sucio pelo, vestido con mallas y camiseta negra y calzado por unas grandes botas de hebillas que algún día relucieron conversa con una joven mujer rubia de vestimentas similares que acaricia a su pequeño perro hijo de pastor alemán y quien sabe que más. Resalta la sonrisa de la chica y la seriedad con la que parece hablarle su compañero muchos años mayor que ella.
Sigo caminando sin olvidar su sonrisa mientras cruzo un par de pequeñas calles hasta llegar a una plaza donde los árboles no impiden la vista de una iglesia o convento, quien sabe, de enorme fachada. A un lado de la plaza, dos gitanas de unos 16 años golpean una cabina de teléfono no se si intentando recuperar lo que es suyo o llevándose lo que no lo es.
Tras ellas, dos marroquís, creo, se hablan al oído mientras intercambian algo tan disimuladamente que cualquiera se daría cuenta.
Y por fin, frente a la puerta de iglesia, empiezo a ver caras conocidas.
De espaldas a mi y cubierta por un vestido morado de resplandeciente brillo solo comparable al de su cabello negro una amiga en común charla con un hombre alto que remata su sobrio traje gris con una desconjuntada corbata amarillo huevo. Me acerco y, entre el saludo y la sonrisa, beso su suave mejilla que intenta forzar una cara apiadada.Me adentro en la iglesia dejando tras de mi sus caras preocupadas y allí, en la oscuridad del enorme templo pintado en blanco la veo a ella, también en blanco, también oscura. Su sonrisa forzada no disimula la lágrima que se desliza por su mejilla, quizá buscando encontrarse con las que inundan mi corazón. Un beso con sus manos apoyadas en mis hombros es todo lo que aquella tarde me dio. Lo que me quitó nunca podría juntarlo en palabras.
Acercándose a mi, anda renqueante un enjuto abuelo de pelo amarillo más que blanco, viste una sudada camisa azul y un pantalón tres tallas mayor de lo que la moda dictaminaría. Cuando nos cruzamos sonríe mostrándome que los pocos dientes que le quedan tienen un desagradable color amarillo.
Devuelvo la sonrisa y sigo caminando hasta alcanzar de espaldas a un hombre joven, con cuello de toro y escaso pelo, muestra sus músculos tan solo cubiertos por una camiseta de tirantes negra.
Doblo la esquina para encontrarme en una plaza presidida por dos altas palmeras y llena de coches que no han visto la señal de prohibido aparcar. Entre los coches, tumbados, un hombre de largo y sucio pelo, vestido con mallas y camiseta negra y calzado por unas grandes botas de hebillas que algún día relucieron conversa con una joven mujer rubia de vestimentas similares que acaricia a su pequeño perro hijo de pastor alemán y quien sabe que más. Resalta la sonrisa de la chica y la seriedad con la que parece hablarle su compañero muchos años mayor que ella.
Sigo caminando sin olvidar su sonrisa mientras cruzo un par de pequeñas calles hasta llegar a una plaza donde los árboles no impiden la vista de una iglesia o convento, quien sabe, de enorme fachada. A un lado de la plaza, dos gitanas de unos 16 años golpean una cabina de teléfono no se si intentando recuperar lo que es suyo o llevándose lo que no lo es.
Tras ellas, dos marroquís, creo, se hablan al oído mientras intercambian algo tan disimuladamente que cualquiera se daría cuenta.
Y por fin, frente a la puerta de iglesia, empiezo a ver caras conocidas.
De espaldas a mi y cubierta por un vestido morado de resplandeciente brillo solo comparable al de su cabello negro una amiga en común charla con un hombre alto que remata su sobrio traje gris con una desconjuntada corbata amarillo huevo. Me acerco y, entre el saludo y la sonrisa, beso su suave mejilla que intenta forzar una cara apiadada.Me adentro en la iglesia dejando tras de mi sus caras preocupadas y allí, en la oscuridad del enorme templo pintado en blanco la veo a ella, también en blanco, también oscura. Su sonrisa forzada no disimula la lágrima que se desliza por su mejilla, quizá buscando encontrarse con las que inundan mi corazón. Un beso con sus manos apoyadas en mis hombros es todo lo que aquella tarde me dio. Lo que me quitó nunca podría juntarlo en palabras.